“Me complace mucho darles hoy la bienvenida a esta ceremonia.
Para nosotros este año es muy especial ya que nos permite por primera vez recibir a las familias en pleno. Felicito a los graduados y a sus familias porque graduarse es un trabajo de equipo. Porque nada puede hacerse si el estudiante no se esfuerza, pero tampoco él puede llegar hasta el final de una carrera, si no está apoyado moral, afectiva y financieramente por la familia. “
Rufino, el bedel, estaba seguro que había escuchado todas las variaciones posibles del discurso de Don Roque Soberano. Don Roque era el rector desde hacía doce años y en esa ocasión había cedido a las presiones, para que los familiares pudieran participar en el evento. El motivo no era otro que complacer al señor Alcalde que ese año veía como se graduaban tres de sus hijos: los gemelos Sebastián y Serafín, y el mayor, Juan, que después de tres años, y alguna que otra ayuda, lo había conseguido. En el teatro se habían hecho algunos arreglos de carpintería y después de los preparativos estaba precioso. Al pie del escenario, lucían las jardineras llenas de flores blancas y los cristalitos de las lámparas brillaban como nunca. La ocasión merecía estrenar las mejores galas. La mujer del alcalde, había encargado un vestido de raso en una modista de la capital y lucía un escandaloso sombrero de plumas de avestruz para desconcierto de los que se sentaban detrás de ella. Rufino viendo a los invitados, pensaba que más que una graduación parecía una fiesta de disfraces. Después del discurso que les pareció interminable, llamaron al Alcalde al escenario para que entregara los diplomas a los graduados. Rufino escondido detrás de las cortinas de terciopelo, miró con orgullo a sus chicos. A esos adolescentes que durante años él había atendido como si fueran parte de su familia. Había curado muchas rodillas. Se había hecho el despistado cuando alguno llegaba tarde. Les reñía cuando bajaban deslizándose por la barandilla de la escalera. Vestidos con traje negro, estaban sentados en hileras sin dejar de cuchichear y sus cabezas brillaban por el exceso de brillantina. El señor Alcalde carraspeó tres veces para llamar la atención de los chicos y los familiares y se dispuso, por orden alfabético, a llamarlos uno a uno y entregarles el diploma. Rufino, durante media hora no dejó de aplaudir e incluso se le escapó alguna lágrima. Subían ceremoniosamente al escenario y dando un fuerte apretón de manos recogían el pedazo de papel que era el premio a su esfuerzo. Después de Eduardo Zarzo, el último de la lista, la ceremonia estaba a punto de terminar. Rufino se secó los ojos con un pañuelito blanco y se dispuso a ir hacia el salón para cerciorarse, por enésima vez, de que el refrigerio estaba listo. En el teatro se hizo un silencio. Tres de los recientes graduados habían subido a la tarima, solicitando la atención de los presentes y pidiendo a Rufino que los acompañara. El hombrecillo, contrariado, hacia señas con la cabeza y las manos de que no podía ir. Los gemelos del alcalde, lo agarraron con decisión por debajo de los brazos y lo llevaron en volandas hasta el escenario. Le entregaron un pergamino, atado con una cinta roja. En el diploma habían escrito con letras mayúsculas su nombre. Rufino no pudo dejar de llorar mientras le mantearon y veía volar decenas de birretes. Las mejillas del alcalde pasaron de rojas a púrpuras. La envidia hizo que perdiera los papeles y gritó al público que no era justo que se le reconociera el mérito a un simple trabajador cuando él había hecho tanto por la escuela. Don Roque, el rector, le dijo que era un detalle de los chicos y que no tenía importancia. El alcalde haciendo aspavientos dijo que sí que tenía importancia por que nunca habían valorado su trabajo. Se oyó una voz que provenía de las primeras filas. Se acusaba al alcalde que no hacer nada por la escuela. Es más, se le acusó de no hacer nada por el pueblo. Otra voz dijo que sólo se había preocupado de enriquecerse. Los ánimos se fueron calentando. Los gemelos Sebastián y Serafín empezaron a pelearse. Se tiraban de los pelos engominados y finalmente a la pelea y sin saber el motivo, se añadió su hermano Juan. La mujer del alcalde y su sombrero de plumas de avestruz, arremetieron contra una señora gorda de la segunda fila que no dejaba de insultar a su marido. La profesora de matemáticas lanzó su zapato contra el público y el rector le gritó recriminando su actitud. El salón parecía un campo de batalla, donde volaban los bolsos, las sillas, las jardineras de flores blancas.
El último de la lista, Eduardo Zarzo y Rufino el bedel, se fueron discretamente al salón y suspirando, dieron buena cuenta del refrigerio.
Rufino, el bedel, estaba seguro que había escuchado todas las variaciones posibles del discurso de Don Roque Soberano. Don Roque era el rector desde hacía doce años y en esa ocasión había cedido a las presiones, para que los familiares pudieran participar en el evento. El motivo no era otro que complacer al señor Alcalde que ese año veía como se graduaban tres de sus hijos: los gemelos Sebastián y Serafín, y el mayor, Juan, que después de tres años, y alguna que otra ayuda, lo había conseguido. En el teatro se habían hecho algunos arreglos de carpintería y después de los preparativos estaba precioso. Al pie del escenario, lucían las jardineras llenas de flores blancas y los cristalitos de las lámparas brillaban como nunca. La ocasión merecía estrenar las mejores galas. La mujer del alcalde, había encargado un vestido de raso en una modista de la capital y lucía un escandaloso sombrero de plumas de avestruz para desconcierto de los que se sentaban detrás de ella. Rufino viendo a los invitados, pensaba que más que una graduación parecía una fiesta de disfraces. Después del discurso que les pareció interminable, llamaron al Alcalde al escenario para que entregara los diplomas a los graduados. Rufino escondido detrás de las cortinas de terciopelo, miró con orgullo a sus chicos. A esos adolescentes que durante años él había atendido como si fueran parte de su familia. Había curado muchas rodillas. Se había hecho el despistado cuando alguno llegaba tarde. Les reñía cuando bajaban deslizándose por la barandilla de la escalera. Vestidos con traje negro, estaban sentados en hileras sin dejar de cuchichear y sus cabezas brillaban por el exceso de brillantina. El señor Alcalde carraspeó tres veces para llamar la atención de los chicos y los familiares y se dispuso, por orden alfabético, a llamarlos uno a uno y entregarles el diploma. Rufino, durante media hora no dejó de aplaudir e incluso se le escapó alguna lágrima. Subían ceremoniosamente al escenario y dando un fuerte apretón de manos recogían el pedazo de papel que era el premio a su esfuerzo. Después de Eduardo Zarzo, el último de la lista, la ceremonia estaba a punto de terminar. Rufino se secó los ojos con un pañuelito blanco y se dispuso a ir hacia el salón para cerciorarse, por enésima vez, de que el refrigerio estaba listo. En el teatro se hizo un silencio. Tres de los recientes graduados habían subido a la tarima, solicitando la atención de los presentes y pidiendo a Rufino que los acompañara. El hombrecillo, contrariado, hacia señas con la cabeza y las manos de que no podía ir. Los gemelos del alcalde, lo agarraron con decisión por debajo de los brazos y lo llevaron en volandas hasta el escenario. Le entregaron un pergamino, atado con una cinta roja. En el diploma habían escrito con letras mayúsculas su nombre. Rufino no pudo dejar de llorar mientras le mantearon y veía volar decenas de birretes. Las mejillas del alcalde pasaron de rojas a púrpuras. La envidia hizo que perdiera los papeles y gritó al público que no era justo que se le reconociera el mérito a un simple trabajador cuando él había hecho tanto por la escuela. Don Roque, el rector, le dijo que era un detalle de los chicos y que no tenía importancia. El alcalde haciendo aspavientos dijo que sí que tenía importancia por que nunca habían valorado su trabajo. Se oyó una voz que provenía de las primeras filas. Se acusaba al alcalde que no hacer nada por la escuela. Es más, se le acusó de no hacer nada por el pueblo. Otra voz dijo que sólo se había preocupado de enriquecerse. Los ánimos se fueron calentando. Los gemelos Sebastián y Serafín empezaron a pelearse. Se tiraban de los pelos engominados y finalmente a la pelea y sin saber el motivo, se añadió su hermano Juan. La mujer del alcalde y su sombrero de plumas de avestruz, arremetieron contra una señora gorda de la segunda fila que no dejaba de insultar a su marido. La profesora de matemáticas lanzó su zapato contra el público y el rector le gritó recriminando su actitud. El salón parecía un campo de batalla, donde volaban los bolsos, las sillas, las jardineras de flores blancas.
El último de la lista, Eduardo Zarzo y Rufino el bedel, se fueron discretamente al salón y suspirando, dieron buena cuenta del refrigerio.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada