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dimecres, 31 de gener del 2007

Traqueteo

"La mujer.
El tren.
Traqueteo.
Caracolas de azahar.
Abandonada en el punto de inicio,
en la distancia.
Traqueteo.
Dejarse llevar
en una cama con ruedas
Viajando el alma.
Aireando las horas pasadas.
Polvo suspendido,
hebras del recuerdo.
A lo lejos
el punto final.
El final del inicio
de una vida que no llega.
La luna gitana
en la ventana reflejo.
Sueños entre migas,
pedazos de galletas.
Traqueteo.
Destino incierto."







2/03/06
A vegades un viatge és més que un viatge. A l’amiga que va fer més que un viatge a Sevilla

dilluns, 29 de gener del 2007

Las novias inmóviles - Pilar Pedraza


“La niña llevaba entre las suyas una mano cortada, reseca como un muñón de vid, cuyos dedos ardían coronados por llamas azules y amarillas. Se acercó a él seria y decidida, y dijo sin preámbulos: He venido a sacarle de aquí. No voy a dejar que le cuelguen como a mi padre. Mientras esta mano alumbre, nadie puede vernos. Custodio está esperándonos con su carreta.”

Pilar Pedraza

Pau Gargallo - escultor






"Gargallo es va iniciar com a escultor en ple modernisme i, per tant, la seva primera etapa es pot incloure en aquest moviment, especialment per la seva col·laboració en obres tan emblemàtiques com ara el Palau de la Música o l'Hospital de Sant Pau. Tanmateix, la seva producció posterior va evolucionar i va seguir un doble vessant. D'una banda, va fer obres centrades en la representació del cos humà, amb un gran sentit plàstic i lligades al classicisme adoptat pel noucentisme; de l'altra, es va incorporar a l'avantguarda mitjançant l'ús de nous materials i la recerca de noves formes d'expressió. Les seves aportacions referents a l'ús del ferro retallat i soldat i a la inclusió del buit com a element de volum, evidents a Gran ballarina i Gran bacant, en les quals va assolir la síntesi del seu art, l'han convertit en un dels exponents més destacats de l'escultura moderna."
Nenes... Em va encantar poder compartir la visita amb vosaltres!

divendres, 26 de gener del 2007

“Don Juan García”


Me llamo Juan García.
Llevo mucho encerrado en esta celda y el tiempo pasa lentamente. Así que como los días son muy largos, recuerdo cosas de mi vida. Casi siempre sin interrupciones. A no ser que se rompa la litera encima de la cabeza de mi compañero. Como le pasó al primero. Pobre hombre. Guardé su dentadura en un tarro y enciendo cada día una vela por él. Al último que tuve, mientras abría unas nueces y las compartíamos, empezó a ponerse azul y a hacer aspavientos. Se echó las manos al cuello y finalmente cayó desplomado en el suelo. Dejó viuda y tres hijos. Mi vecina también era viuda y muy supersticiosa. Un día estábamos hablando en el portal y saqué la escalera que estaba apoyada a la pared por que ella no quería pasar por debajo. El operario de la compañía de la luz tras emitir un grito, cayó al suelo y no le quedó ni un hueso entero. Y es que la electricidad es muy peligrosa! En otra ocasión, celebrando en el bar que mi equipo había ganado, descorché una botella de sidra “El gaitero”, con tan mala suerte que dio al estante donde estaba la televisión. El aparato explotó encima de un matrimonio que comía cacahuetes. Y es que con la comida se debe ir con cuidado. En una fiesta de la fábrica donde trabajaba, se intoxicaron por comer mayonesa en mal estado. Fue cuando me nombraron gerente. De hecho era gerente, secretario y mozo de almacén, porque de los cuarenta y cuatro de la plantilla, fui al único que no ingresaron en el hospital. Con tanto estrés fue normal que se quemara la fábrica. O eso fue lo que me dijo el doctor antes de coger la baja, por no sé que enfermedad tropical. Fue un caso muy raro, porque el pobre doctor sólo había ido a Cuenca en toda su vida. Cuenca. De Cuenca era Don Luís, “el momia”. Me alquiló una habitación y habíamos hecho muchas migas. Un día me invitó a comer a su casa. Estaba salteando unos espárragos en la sartén para hacer una tortilla. Mientras, sacó un cigarrillo del paquete arrugado y lo sostuvo en los labios. En el momento que lo acercó al fuego, el aceite de la sartén ardió y una gran llamarada quemó su cara. Yo no me hice nada. En casa me felicitan por mi suerte. Incluso ahora tengo una celda para mi solo. Y es que tengo un no sé qué. Quizás sea un don.

dilluns, 22 de gener del 2007

DIVA


Marcela Castreta era una diva. Su voz era considerada dentro de las tres mejores del mundo y siempre, aunque ella no lo soportara, comparada con la Callas. Se paseaba por los mejores auditorios operísticos con todo su séquito: secretaria, representante, peluquero, maquilladora. Por su ritmo de vida, parecía no recordar sus orígenes humildes: mantenía casa en Barcelona, Nueva York, Sydney, Milán. Para desplazarse utilizaban un jet privado. Le gustaba hacer siempre que podía, ostentación de su magnífica colección de joyas. Pero la única pieza que siempre colgaba de su cuello, era una pequeña cadena con una medallita de la Virgen. Fue un regalo de la abuela Casta. Cuando Marcela dejó su querido Positano natal, por que le quedaba pequeño, la única persona que la entendió fue ella. Después de una discusión nocturna con sus padres decidió marcharse al alba. La abuela la esperaba para despedirla: fue la única que intuyó su decisión. Antes de que su nieta cruzara la puerta para no volver, sacó de un bolsillo una pequeña cadenita dorada con una medalla. Era su patrimonio, regalo de su difunto marido. La colgó en su joven cuello y sonrió al ver cómo le quedaba. “la Virgen siempre te guiará” le dijo.
Marcela viajó a Milán, primero en un camión y luego en un tren de mercancías junto al ganado. Cuando anochecía tuvo que defenderse, pataleando y dando manotazos a dos niños que querían arrancarle la cadenita del cuello para luego malvenderla por un par de liras.
En Milán, para poder estudiar canto, se puso a servir. En sus pocos ratos libres la señora de la casa le dejaba utilizar la máquina de coser. Así que poco a poco ella misma confeccionaba su ropa. Cualquiera de las piezas que se hizo, parecía más hermosa con el collarcito al cuello. Ella besaba la medalla y le daba gracias a la Virgen, por que poco a poco iba ahorrando el dinero necesario para ir a la academia de canto.
Transcurrido apenas un año, ya estudiaba en la academia de Luciano Biasco, un señor pequeño y calvo, muy severo, pero de gran corazón. La esperaba cada día con un poco de pan y queso desde que se desmayó en una clase por que por ahorrar casi no comía. Las clases en la academia se acompañaban de piano. Pero a Marcela, Don Emilio el pianista, no le daba confianza. Su aspecto le recordaba a una hiena y no tardó en comprobar que no estaba equivocada ya que un día el hombre se convertía en una bestia y aprovechando el retraso del Sr. Luciano se abalanzó sobre ella para tocar sus pechos. Gracias a la Virgen, pensó Marcela, apareció el profesor, y quitándoselo de encima le dio una patada en el trasero y lo echó de su casa. Ella quedó llorando, con el vestido hecho un harapo. La cadena quedó en el suelo con el cierre roto. El profesor se disgustó mucho y se sintió responsable por haberlos dejado solos. Así que le dijo a Marcela que la reparación de la cadena se la pagaría él.
Años más tarde, cuando ya trabajaba en el coro de la Scala, se casó con Don Luciano. Cuando el hombre descubrió que no había amor, si no que sólo se había casado con él por su nombre, se dedicó a hacer frecuentes visitas a locales de juego. Su mala suerte hizo que la deuda acumulada ascendiera a cientos de miles de liras. Cuando llegó a los oídos de su esposa, después de la paliza que propinaron unos matones al profesor, ésta decidió vender todas sus joyas. El viejo prestamista se fijó en la cadena y la medallita con la Virgen, pero Marcela se negó en rotundo a empeñar o vender el único recuerdo que tenía de su hogar.
Pasaron unos años y se la reconocía como una gran cantante de ópera. Su interpretación de la “Aída” de Verdi fue un gran éxito en su estreno, y los periódicos se la disputaban para hacerle una entrevista.
La periodista del “Bon giorno” le hizo un bello reportaje. Una de sus preguntas fue que explicara a su público el secreto de su bella voz. Marcela no respondió al momento. Levantó su mano hasta su cadena, rozó suavemente con los dedos la medalla y esbozando una sonrisa irónica, respondió: “La Virgen me guía”.

dilluns, 15 de gener del 2007

Olas de luna

“Pensó que sin darse cuenta, transformaba el oxígeno en suspiros. Y esos suspiros perdidos en el cielo añil, más tarde, acariciarían su rostro. Sentía que su alma engrandecía para dar paso a una nueva sensación. Sentada en la orilla de aquella playa, recordaba cada día y cada minuto de las anteriores semanas. Qué curioso el azar! No existían las casualidades y por algún motivo que desconocía, ese rincón la llenaba. De alguna forma su coche había tomado el desvío a la izquierda y más tarde a la derecha para llegar a un camino tortuoso. En ese punto vio un árbol enorme, bajó del coche y se dirigió con los pies descalzos hasta la arena húmeda. Al tenderse, sintió como las olas rozaban sus piernas, despacio. La espuma le producía un cosquilleo intenso y una nueva sensación nació en lo más profundo de su sexo. Su espalda se curvó al desplazarse el agua hacia el mar, para más tarde volver a acariciar sus piernas. El anochecer caía sobre su piel mojada. Cada instante sentía como aquellas pequeñas gotas saladas, se adueñaban más de su voluntad. Afloró una sonrisa celeste en su rostro. No podía luchar contra aquella atracción que la envolvía lentamente. O quizás sí podía, pero se dejaba llevar. Era cada vez un vai-ven más sugerente. Se empujó hasta dentro del agua y el mar, como una sombra humana, subió y bajó por encima de ella.”
Eva
28/10/2005
La foto és de Luis Lucia - gràcies "anxoveta"!!

Faro de luna



Un faro quieto nada sería
guía, mientras no deje de girar
no es la luz lo que importa en verdad
son los 12 segundos de oscuridad...

Jorge Drexler

dissabte, 13 de gener del 2007

De lo cotidiano

La taza de café tenía dibujadas unas grandes nubes negras. Eran las mismas que veía en ese momento a través de la ventana abierta de la habitación. Se rompió el silencio y los paraguas se abrieron en la calle. De repente, un gran golpe. Se puso las manos en la cara y a través de sus dedos vio a la mujer tendida en la calle, mientras los transeúntes la miraban sin pararse. Todos juntos, formaban una extraña escena, mientras la lluvia, despacio, no dejaba de caer. Frente a la ventana, en solitario, sintió por primera vez en qué se había convertido su vida. Un gran vacío. No podía dejar de oír en su cabeza el zumbido de miles de abejas. Su salud, había ido mermando día tras día, hasta llegar a la reclusión en aquellas cuatro paredes.

De nuevo, una fuerte estampida pareció romper el cielo en dos. Era la típica tormenta de primavera que trae esos días de rutina, largos y pesados. Tenía hambre. Fue hasta la cocina a cortar un poco de jamón. Era muy salado y molesto para sus anginas enrojecidas. El picor era terrible. Vio que todavía tenía el precinto y lo arrancó. Parecía un anillo en la pata de aquel pobre animal. Nadie le pregunto al cerdo si quería ser jamón. No tuvo voz ni noto. En la calle seguía lloviendo y se quedó inmóvil, como el pobre cerdo, disecado. Esperó en la cocina que saliera de nuevo el sol. Había aprendido del abuelo a leer en las nubes y a ver la cara oculta de la luna, que como una gran pelota brillaba en las noches de verano. Entonces, se sentaban uno junto al otro, sin mediar ni una palabra, mientras miraban al cielo y sentían un calor húmedo en sus mejillas.

En el momento en que el sol asomó tímidamente entre los tejados, la taza resbaló de su mano y se hizo añicos en el suelo. Todo se había roto. La mujer de la calle, la vida del cerdo, la taza.

Se acercó a la despensa, tomó otra taza y se sirvió un poco más de café.

Tempesta


Tinc el cel sota els peus i quan miro enlaire, em fan pessigolles al nas les fulles dels arbres capgirats. Està a punt de començar la tempesta i puc sentir com l’electricitat dels llamps em traspassa, des de el taló, fins la darrera ondulació del cabell. En alguns moments m’he de tapar amb les mans les orelles. No puc suportar el càstig dels trons que ressonen. Sento l’estómac regirat. La tempesta finalment esclata i per les meves cames es comencen a enfilar degotims de pluja. Les gotes s’escampen per cada racó del meu cos i l’omplen de dibuixos humits. De tant en tant algun degotall conflueix, i en la pell se’m formen nusos que a la primavera seran flors. Els camins d’aigua s’han tornat serps que m’entortolliguen el ventre. Miro amunt i un tel negre i espès, retalla les serralades, i les muntanyes m’amenacen amb els cims tallants, esmolats ganivets de cristall. Els rius tornen als seus orígens, recollint el fang vermellós, arrossegant el verdet de les pedres arrodonides pel corrent, retrobant l’oxigen. Als meus peus, constel·lacions metàl·liques m’observen. Poc a poc s’atura el xàfec i l’escalfor del sol m’arriba tímidament a les cames. M’assec en el balancí de colors que ha format la llum i la pluja. És quan s’esquinça la tempesta quan m’agrada gronxar-me ben fort, cap amunt. És quan sento que toco de peus a terra. Quan acarono amb els peus, les poncelles que creixen al marge del camí.

Eva
Barcelona a 2 d’octubre de 2006

dimecres, 10 de gener del 2007

Sa-ra-je-vo

El nombre de su hermano tenía cuatro sílabas. Como Sa-ra-je-vo.

Le gustaba sentarse en el columpio del parque. Aunque oxidado, todavía mantenía el azul azafata. Al lado el tobogán, con sus peldaños de colores. En verano se deslizaban rápido, para no quemarse. La chapa bajo el sol era brillante. Como un cuchillo afilado. Junto al columpio y el tobogán, bancos desconchados de madera amarilla. Su hermano había grabado el nombre. Lo hizo con una pequeña navaja el día en que ella cumplió seis años.
Alrededor y pese a la polución, sobrevivían los árboles. No habían crecido demasiado. El verde frondoso de los cientos de diminutas hojas, daba un respiro los días que sofocaba el calor y el parque parecía un pequeño oasis. También ofrecían sombras los edificios circundantes. De protección oficial, grises, desgarbados y como cajas de zapatos apiladas. Por las noches, las esbeltas farolas dibujaban pequeños círculos amarillentos en el suelo, mientras una nube de insectos revoloteaba alrededor sin temor a electrocutarse. Ella no conocía nada más allá del parque y tampoco le importaba. Todo su mundo estaba allí, en cuatro kilómetros a la redonda.
Por las tardes en el parque, lo difícil era no chocar con nadie. Los mayores jugaban a pelota. Como su hermano, que se calzaba las zapatillas negras e la suerte. Decía que le daban las para regatear. Otros, hacían piruetas con los skates. Los más pequeños en el arenal, jugaban a hacer castillos. La tierra gris y sucia.
Esa tarde ella no quería ir al parque tan pronto. El abuelo le había traído nuevos recortables de muñecas. Con las tijeras de punta redonda seguía con cuidado los trazos, mientras su pequeña lengua rosada acompañaba todos sus gestos.
Su hermano había bajado al parque con la pelota y calzando sus zapatillas preferidas. Ella lo hizo cuando terminó de recortar la última muñeca y vio la cara de orgullo de su abuelo. Bajó las escaleras hasta el vestíbulo y cruzó, mirando a ambos lados de la calle.
No hizo más que llegar, cuando el murmullo de las voces infantiles se rompió con un estruendo ensordecedor. La explosión la envolvió en su onda y la desplazó violentamente unos metros.
Cuando reaccionó en medio del humo, cojeó hacia el parque en busca de su hermano. Le dolía la cabeza y sintió la sangre viscosa correr por su rostro. Olía a pólvora, a quemado. Mientras gritaba su nombre, vio algo que la hizo detener. Sus ojos estaban enrojecidos por el humo y el llanto. Dobló sus delgadas piernas, para caer de rodillas al suelo y sujetó con todas sus fuerzas la zapatilla medio quemada.
Han pasado dos meses y después de visitar a su abuelo como cada semana, se acerca al parque. En el centro, un amasijo de hierros retorcidos como ramas implorantes. Casi todos los árboles han desaparecido. La tierra ceniza y roja. Con la mirada perdida piensa:

Sa-ra-je-vo tiene cuatro sílabas. Como tenía su nombre.”

Eva
Novembre de 2005

dimarts, 9 de gener del 2007

“Y la pared pintada de cal que se desconcha.”


El tiempo había pasado y se apilaban cientos de recuerdos en la casa. El dibujo de tiza seguía en el suelo. Examinó la pared del salón y vio como el yeso se había cuarteado. El polvo cubría casi todos los rincones de la estancia. Los muebles seguían tapados con sábanas. Allí fue donde bailaron por primera vez. Unas velas, sus ojos y la promesa de que sería para siempre. Aquella noche le dijo que sería suya o de nadie. No recordaba cuándo empezó todo. Cuándo fue que sus vidas, empezaron a descascarillarse. Fueron las miradas a otros hombres. Las tardanzas. Todas sus mentiras. Debía escarmentarla. Ella no aprendía y entre ellos se construyó un muro de cal y cemento. Por las noches, tendidos en la cama, le acariciaba el pelo y se pegaba a su cuerpo para sentirla más cerca. Pero ella permanecía inmóvil y en silencio. Ya no le devolvía los besos. La mirada que le enamoró fue volviéndose turbia y esos ojos parecían tenerle miedo. La abrazaba y ella tiritaba como un pajarito hasta que se apartaba. No podía confiar de nuevo en ella. Durante mucho tiempo tuvo que seguirla. Ella andaba cojeando horas y horas sin dirección, sin hablar con nadie. Así, día tras día. Vigilándola. Hasta que perdió el trabajo. Por su culpa. Algunos días ella se escabullía entre la gente y la perdía. Era muy astuta. Volvía a casa a esperarla y se sentaba a oscuras en el salón. Abría cualquier botella y bebía. Mientras caían sus lágrimas se preguntaba por qué ella ya no lo quería. Por qué no había cumplido su promesa. Tuvo que castigarla. Para que ella estuviera con él. Para siempre. Observó el salón antes de irse. Por la ventana rota entraba aire frío y levantó las solapas de su abrigo. Miró a sus pies, por última vez. Todavía se adivinaba la silueta dibujada con tiza.

diumenge, 7 de gener del 2007

Imatges d'un diumenge qualsevol

















"Moví los ojos ligeramente en esa dirección y de repende vi una rendija de aire entre los dos edificios que había detrás. Veía Broadway, una pequeñísima, diminuta, porción de Broadway, y lo extraordinario era que todo el pedazo que veía estaba ocupado por un letrero de neón, una luminosa antorcha de letras rosas y azules que componían las palabras Palacio de la luna."
El palaco de la luna - Paul Auster

dissabte, 6 de gener del 2007

De la vida conyugal y otras rutinas


La mujer gritó y el hombre se despertó sobresaltado. Ella sentada en la cama, intentaba calzarse la zapatilla del pie derecho sin dejar de emitir gruñidos. Él, se incorporó de un salto, golpeándose la cabeza con la estantería que hacia de cabezal. Le dijo que odiaba que le gritara de esa forma para despertarlo. Se levantó de la cama, y a tientas, buscó su bata. La mujer gemía, a la vez que tiraba de la cinta para subir la persiana. El hombre que rebuscaba entre las sábanas para encontrar el cinturón y abrocharse la bata, tropezó con el edredón que ella había dejado caer al suelo. El tropiezo, hizo que se golpeara la rodilla con el mueble tocador. La mujer insistía en tirar de la cinta. Él, doliéndose del topetazo, le dijo que lo dejara. Que le diera al interruptor de la luz. Ella chillaba que no podía, pues estaba colgada de la goma. La persiana estaba trabada. Él le instó en un tono más alto, que lo dejaran y que ya lo resolverían más tarde. La mujer, soplando para apartarse el cabello de la cara, seguía insistiendo con la persiana. Decía que no podía dejar la habitación sin airear. Él le grito que era una tontería. Que por un día no pasaba nada. La mujer, cogiendo la cinta con ambas manos, tiró hacia atrás con todo su peso. La cinta se rompió y la persiana cayó entre ruido y polvareda. Quedó sentada en el suelo y empezó a sollozar. Se miraron. Fue una mirada breve, pero intensa. Giraron la cabeza hacia una de las mesitas de noche. Estaba ahí, como siempre. Maldito despertador. Inconsciente. Ese ladrón que jamás iría a la cárcel. El culpable de todos sus males. El hombre, sentado en la cama, le preguntó porqué no había sonado. Ella, todavía en el suelo, contestó con cara de ofendida que explicara qué quería decir. Añadió, si pensaba que era culpa suya. Él insistió. Quería saber porqué no había sonado. La mujer lo miró, con una mirada de las que matan, y gritó que había sido él quien había olvidado conectarlo. En la penumbra de la habitación, él se levantó de un salto. Cogió el despertador con furia, arrancando los cables. Lo levantó como si fuera una ofrenda y con todas sus fuerzas lo estrelló en el suelo. Él se dirigió hacia el baño. Al llegar, pulsó el interruptor. Una vez, dos, cuatro… cinco veces. Resignado, dio media vuelta. Arrastrando los pies, fue hacia la habitación en penumbra. Se tendió junto a su mujer en el suelo y la abrazó, mientras miraban de reojo lo que quedaba del despertador.




Le enseñó a atarse los zapatos de los domingos, a leer con el único libro que tenían, a cantar viejas canciones infantiles. Si estaba enfermo le hacía una infusión y le daba calor en el vientre con sus grandes manos, sin separarse de él ni un momento. Para que comiera, le distraía haciéndole el avión. Vivían al lado del teatro. Al niño le gustaba ver como se arreglaba las uñas, como enrollaba su pelo mojado en unos tubos de madera y se ataba a la nuca la redecilla azul. Lo acostaba en la cama, rezaban juntos y le hacia cosquillas. Con la manita, le acariciaba el bello del pecho. Después la madre apagaba la lámpara y besaba su frente. Y el niño sonriendo le decía: -mamá, pinchas!