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dimecres, 15 de febrer del 2017

Recuerdo de alguien desconocido..fugaz

La otra tarde sonó el timbre de la puerta de casa. Mi abuela siempre dice “¿quién será a ésta hora?” y mi hermana y yo nos miramos y reímos porqué siempre lo pregunta y nunca lo sabemos; no somos adivinas.–Será la Sra. Carmen-. Esa forma de llamar es suya”. Y mi abuela no acierta nunca. Nosotras corremos por el pasillo hacia la puerta y frenamos antes de llegar. Nos dice que siempre estamos en medio como el jueves y nos pide que nos apartemos para mirar por la mirilla. “Un momento que abro!!” retira el pestillo y abre la puerta. No hay que abrir la puerta sin mirar por la mirilla. Los niños y la gente bajita no la podemos abrir porque no llegamos. Sea quién sea, la abuela se pasa horas hablando de esto y aquello y nosotras escuchamos en silencio por que no se puede interrumpir a los mayores. A veces tarda tanto que nos aburrimos y volvemos al comedor o a la habitación a jugar. El otro día cuando abrió la puerta encontramos a un señor. – ¡Hola¡ ¿Ya ha pasado un mes? – dijo mi abuela. Era un hombre gracioso, con un bigote muy grueso y una carpeta grande y negra llena de papeles. Empezaron a hablar de que la vida sube. Yo nunca les entiendo con eso de que la vida sube y las vueltas que da. Como nos aburríamos volvimos al comedor a merendar. Siempre escondo el chocolate bajo la servilleta porque mi hermana es una cometodo y como me despiste me quedo sin. Cuando volvió la abuela al comedor le pregunté quién era el señor del bigote y dijo: “-El de los muertos. –¿El de los muertos?. -A verrrrr!! Niñasssssssss….. a merendar que esas son cosas de mayores!!” . Así que ese señor bigotudo era el jefe de los muertos. Yo creo que debe ir por las casas buscando si hay alguno para llevárselo. En la cartera negra debe llevar listas de gente muerta que busca;  o a los desaparecidos. Se ve que hay muchos; gente que se fue a comprar tabaco y no volvió. O gente que acabada la guerra no volvió y se habrán fugado al Caribe. Alguien los tiene que buscar. En las películas siempre salen demonios y gente con capucha vestida de negro y son la muerte. Mi hermana es una miedica. El señor del mostacho no da miedo, da risa. No sé si hará bien su trabajo. Si alguien se muere y viene el señor de los muertos a buscarlos, la gente en lugar de estar triste se reirá. La muerte siempre es triste. Yo a veces me porto mal porque siempre vienen antes a buscar a los buenos. Bueno, eso lo dice mi abuela. No sé qué pasará cuando el señor de los muertos se muera. Estar muerto tiene que ser un aburrimiento. Sin moverte en todo el día y siempre durmiendo. Sin poder espantar ni a una mosca si te molesta. Menudo rollo. ¿Si le quito el chocolate se enterará? 

Alféizar- Louisiana




Alféizar - Louisiana 

Dicen que se sentaba en el alféizar a esperar. Frente al patio de la casa, la pequeña estación de tren.  Había quedado obsoleta y apenas paraban trenes.  Gusanos de hierro que reptaban despacio, cansados. A las cinco menos cinco de la tarde, la nube de vapor se acercaba desde el este. Desde allí se veía la iglesia española y el valle, un paisaje naïf de tonalidades verdes y amarillas. Y el río, majestuoso, parecía una culebra plateada.  De la chimenea de la máquina, se escapaba una nube blanca que se difuminaba en el cielo. El tren iba tan despacio que parecía no tener ganas de llegar a la estación.  A las cinco, el tren llegaba y los viajeros descendían y esperaban en el andén hasta que el tren seguía hacia el oeste. Cruzar a vía era muy peligroso. Lo sabía bien Corinne que perdió a su pequeño Billy Ray. Tuvieron que despegar su camisa roja de los raíles. Esa era otra historia. Mientras esperaba a que el tren partiera y pudiera ver a los viajeros, dicen que observaba el patio. La casa era pequeña, rodeada de una valla de hierro fundido. En la parte posterior todavía quedaba parte de la plantación y a lo lejos, como un punto, la casa criolla de los antiguos amos. Cuántos paseos bajo la sombra de los majestuosos robles cubiertos de heno. La habitación del alféizar en lo más alto de la casa, era la única que no tenía balcón. Siempre permanecía una luz encendida, como un faro para mostrar el camino de regreso si alguien se perdiera. El patio era el motor de la casa. Allí los niños jugueteaban con el agua. Chillaban y reían. Y a veces lloraban por sus tontas peleas.  Se salpicaban entre risas, hasta quedar completamente mojados y luego se tendían en la hierba y el sol secaba en un momento la poca ropa que usaban. En el patio se descascarillaba el arroz, el trigo.    En otras ocasiones, se hacía lumbre para poner a cocer un caldero y hervir judías. Toda sabía muy rico, a especias y colores.  Y la casa se teñía del olor de sus ingredientes. Olía a mar, al Mississippi y a tierra. 
Dicen que esperaba en el alféizar, y nadie sabía qué esperaba.
El tren arrancaba sin demasiadas estridencias, como si una vieja tosiera, y las pequeñas nubecitas blancas salpicaban el cielo de la tarde. Los hijos de John y Ruth volvían de New  Orleans cargados con sacos y cajas. La vieja Susie que volvía de su visita semanal al doctor, ataviada con su sombrero de paja que siempre adornaba con cintas de colores.  El reverendo François con el pañuelo en mano ya que nunca se acostumbraría a el calor. Flora y Simone con su hermanita en brazos, huérfanas de padre y madre que servían en una casa de la ciudad. Al final del día, todos volvían a casa. Seguían el camino, como ratones siguiendo a un flautista, embrujados por cantos de sirena que venían de la ventana del alféizar, de la casa.
Les esperaba en el alféizar, acolchado de cojines de colores, hasta que todos regresaban un día más.  
Dicen que les esperó cada día, a las cinco en punto. 





Un verano sin fin : los orígenes

Con pocos meses mis padres me sumergían en el mar y yo no cerraba los ojos, fascinada. Con los mofletes hinchados y la boca llena de aire chapoteaba de los brazos de mi padre a los de mi madre. Al salir del agua, mi madre alzándome hacia el cielo me agarraba con fuerza para que no me escurriera, como un pescadito. Ellos reían a carcajadas mientras me caían gotas saladas en la cara y el sol brillaba en nuestra piel. Quizás por eso me gusta el agua. A veces recuerdo cuando estaba en el vientre de mi madre y quería moverme, hacer volteretas. Mientras flotaba en ese liquido dulce oía el ruido de los coches, el sonido de las hojas de los arboles, el reloj del campanario y el chisporroteo del sofrito de mi abuela. Ella dejaba en remojo unos días la legumbre, otros los calcetines del trabajo de mi padre, el bacalao, todo en agua. Yo oía como fluía por el grifo de la cocina. Primero de forma tenue, luego con fuerza y el agua formaba una cortina, un chorro. Un día le pregunté a mi madre cómo se ponían tan juntas y se escondían las gotas en el mar. No lo sabía. No lo saben todo. Mi tío me contaba siempre las guerras de pistolas de agua que hacíamos en verano. Terminábamos calados hasta el tuétano. Mi tío explicaba que yo no paraba de reír, como mis padres en la playa. En el colegio nos contaran la evolución y recuerdo que saqué muy buenas notas. Al principio éramos microorganismos. Puntitos mas pequeños que una gota de agua, mucho más, y vagamos en el agua tantos años, que se convirtieron en milenios. Y vivimos del agua, y en el agua nos multiplicamos y crecimos. Algunos nos convertimos en peces, otros en pájaros y mamíferos o reptiles, antes de ser humanos. Somos agua, y creo que por eso me gusta. A veces escucho en silencio como fluye dentro de mí. Unos días lenta, como si estuviera estancada, como en un lago. Algunos días lucha bravía o como en una caricia me ayuda dormir su vaivén. Otras, el agua se enroca y forma hilos de hielo en mi vientre. Por que cuando murió mi padre fui iceberg y granizo, y me dolía. Por dentro me rasgaba y lloraba despacio lagrimas saladas. Una vez tuve un hijo. Cuando sacó su cabeza, de mí manó agua tibia mientras lloraba lágrimas mezcladas con estrellas. A veces no me acuerdo quién soy ni de dónde vengo, ni cuál es mi origen. Pero somos agua y ese es mi principio.
Eva

banda






Diario de la banda

Cuando llega el momento de abrir la caja, Freddy me saca de quicio. Se coloca el estetoscopio con parsimonia y nos lanza una mirada de chulo.  Nos hace estar en silencio para que el señorito pueda escuchar el ruido de la máquina y dar con la combinación de la caja fuerte. Todos sabemos que está como una tapia y no ausculta nada y que todo lo hace gracias a un artilugio con microchip que le costó una pasta. Así que en cada robo tenemos que hacer la comedia y seguirle el rollo, porque la máquina es suya. No hay máquina, no hay trabajo.  Lo de Rufus también tiene delito. Los días de atraco se pone nerviosísimo y no puede evitar hartarse de comer y nos atormenta con sus ventosidades. Tío guarro. Ya os podéis imaginar el suplicio: somos cuatro dentro de la caja fuerte, los utensilios, el soplete, todos sudados y hay muy poco espacio. Así que tenemos que dejar la puerta del banco entreabierta, siempre con la precaución de no quedarnos encerrados dentro de la caja de caudales por un golpe de aire. Otro momento difícil es la huida. Freddy tiene la manía de sacar la mano por la ventanilla haciendo el signo de victoria. Y Rocco en plena carrera de escape le grita que no saque la mano. Le cuenta siempre la misma anécdota de la amiga de una conocida suya que un camión le arrancó el brazo. Contar no se lo cuenta, se lo tiene que chillar, porque está muy sordo. Yo por no entrar en discusión, ya son muchos años con las mismas disputas, miro cómo corren los cables de la luz, paralelos a la carretera. Parecen el pentagrama de la banda sonora de nuestra huida. A esa hora habrán dado ya aviso a la policía. Mientras, los pájaros cortan el cielo gris de octubre y nuestro coche, le llamamos Rayo, surca el estado a toda velocidad.  Cruzamos Sin City arrancando el asfalto. Recorremos la calle mayor a gran velocidad. Con el Rayo cortamos las distancias como una tijera que corta nuestro destino. Todo va de maravilla si no fuera por Rufus. En cada golpe, mientras la policía nos persigue, dice que nos tendrían que dedicar una sinfonía y le da por tocar la harmónica. Cuando ya casi nos alcanza la policía, Rocco no para de disparar la Smith and Wesson. Forma tal humareda que serviría para alertar a la policía de nuestra situación, si no fuera porque la llevamos pegada a los talones. El ruido del motor del Rayo, las ventosidades, los disparos, el humo y la harmónica me causan un gran dolor de cabeza y me pregunto si no estaré enfermo. Ya os digo yo que un día de estos vamos a tener una desgracia. Menuda banda.