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dissabte, 6 de gener del 2007

De la vida conyugal y otras rutinas


La mujer gritó y el hombre se despertó sobresaltado. Ella sentada en la cama, intentaba calzarse la zapatilla del pie derecho sin dejar de emitir gruñidos. Él, se incorporó de un salto, golpeándose la cabeza con la estantería que hacia de cabezal. Le dijo que odiaba que le gritara de esa forma para despertarlo. Se levantó de la cama, y a tientas, buscó su bata. La mujer gemía, a la vez que tiraba de la cinta para subir la persiana. El hombre que rebuscaba entre las sábanas para encontrar el cinturón y abrocharse la bata, tropezó con el edredón que ella había dejado caer al suelo. El tropiezo, hizo que se golpeara la rodilla con el mueble tocador. La mujer insistía en tirar de la cinta. Él, doliéndose del topetazo, le dijo que lo dejara. Que le diera al interruptor de la luz. Ella chillaba que no podía, pues estaba colgada de la goma. La persiana estaba trabada. Él le instó en un tono más alto, que lo dejaran y que ya lo resolverían más tarde. La mujer, soplando para apartarse el cabello de la cara, seguía insistiendo con la persiana. Decía que no podía dejar la habitación sin airear. Él le grito que era una tontería. Que por un día no pasaba nada. La mujer, cogiendo la cinta con ambas manos, tiró hacia atrás con todo su peso. La cinta se rompió y la persiana cayó entre ruido y polvareda. Quedó sentada en el suelo y empezó a sollozar. Se miraron. Fue una mirada breve, pero intensa. Giraron la cabeza hacia una de las mesitas de noche. Estaba ahí, como siempre. Maldito despertador. Inconsciente. Ese ladrón que jamás iría a la cárcel. El culpable de todos sus males. El hombre, sentado en la cama, le preguntó porqué no había sonado. Ella, todavía en el suelo, contestó con cara de ofendida que explicara qué quería decir. Añadió, si pensaba que era culpa suya. Él insistió. Quería saber porqué no había sonado. La mujer lo miró, con una mirada de las que matan, y gritó que había sido él quien había olvidado conectarlo. En la penumbra de la habitación, él se levantó de un salto. Cogió el despertador con furia, arrancando los cables. Lo levantó como si fuera una ofrenda y con todas sus fuerzas lo estrelló en el suelo. Él se dirigió hacia el baño. Al llegar, pulsó el interruptor. Una vez, dos, cuatro… cinco veces. Resignado, dio media vuelta. Arrastrando los pies, fue hacia la habitación en penumbra. Se tendió junto a su mujer en el suelo y la abrazó, mientras miraban de reojo lo que quedaba del despertador.




Le enseñó a atarse los zapatos de los domingos, a leer con el único libro que tenían, a cantar viejas canciones infantiles. Si estaba enfermo le hacía una infusión y le daba calor en el vientre con sus grandes manos, sin separarse de él ni un momento. Para que comiera, le distraía haciéndole el avión. Vivían al lado del teatro. Al niño le gustaba ver como se arreglaba las uñas, como enrollaba su pelo mojado en unos tubos de madera y se ataba a la nuca la redecilla azul. Lo acostaba en la cama, rezaban juntos y le hacia cosquillas. Con la manita, le acariciaba el bello del pecho. Después la madre apagaba la lámpara y besaba su frente. Y el niño sonriendo le decía: -mamá, pinchas!