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dilluns, 22 de gener del 2007

DIVA


Marcela Castreta era una diva. Su voz era considerada dentro de las tres mejores del mundo y siempre, aunque ella no lo soportara, comparada con la Callas. Se paseaba por los mejores auditorios operísticos con todo su séquito: secretaria, representante, peluquero, maquilladora. Por su ritmo de vida, parecía no recordar sus orígenes humildes: mantenía casa en Barcelona, Nueva York, Sydney, Milán. Para desplazarse utilizaban un jet privado. Le gustaba hacer siempre que podía, ostentación de su magnífica colección de joyas. Pero la única pieza que siempre colgaba de su cuello, era una pequeña cadena con una medallita de la Virgen. Fue un regalo de la abuela Casta. Cuando Marcela dejó su querido Positano natal, por que le quedaba pequeño, la única persona que la entendió fue ella. Después de una discusión nocturna con sus padres decidió marcharse al alba. La abuela la esperaba para despedirla: fue la única que intuyó su decisión. Antes de que su nieta cruzara la puerta para no volver, sacó de un bolsillo una pequeña cadenita dorada con una medalla. Era su patrimonio, regalo de su difunto marido. La colgó en su joven cuello y sonrió al ver cómo le quedaba. “la Virgen siempre te guiará” le dijo.
Marcela viajó a Milán, primero en un camión y luego en un tren de mercancías junto al ganado. Cuando anochecía tuvo que defenderse, pataleando y dando manotazos a dos niños que querían arrancarle la cadenita del cuello para luego malvenderla por un par de liras.
En Milán, para poder estudiar canto, se puso a servir. En sus pocos ratos libres la señora de la casa le dejaba utilizar la máquina de coser. Así que poco a poco ella misma confeccionaba su ropa. Cualquiera de las piezas que se hizo, parecía más hermosa con el collarcito al cuello. Ella besaba la medalla y le daba gracias a la Virgen, por que poco a poco iba ahorrando el dinero necesario para ir a la academia de canto.
Transcurrido apenas un año, ya estudiaba en la academia de Luciano Biasco, un señor pequeño y calvo, muy severo, pero de gran corazón. La esperaba cada día con un poco de pan y queso desde que se desmayó en una clase por que por ahorrar casi no comía. Las clases en la academia se acompañaban de piano. Pero a Marcela, Don Emilio el pianista, no le daba confianza. Su aspecto le recordaba a una hiena y no tardó en comprobar que no estaba equivocada ya que un día el hombre se convertía en una bestia y aprovechando el retraso del Sr. Luciano se abalanzó sobre ella para tocar sus pechos. Gracias a la Virgen, pensó Marcela, apareció el profesor, y quitándoselo de encima le dio una patada en el trasero y lo echó de su casa. Ella quedó llorando, con el vestido hecho un harapo. La cadena quedó en el suelo con el cierre roto. El profesor se disgustó mucho y se sintió responsable por haberlos dejado solos. Así que le dijo a Marcela que la reparación de la cadena se la pagaría él.
Años más tarde, cuando ya trabajaba en el coro de la Scala, se casó con Don Luciano. Cuando el hombre descubrió que no había amor, si no que sólo se había casado con él por su nombre, se dedicó a hacer frecuentes visitas a locales de juego. Su mala suerte hizo que la deuda acumulada ascendiera a cientos de miles de liras. Cuando llegó a los oídos de su esposa, después de la paliza que propinaron unos matones al profesor, ésta decidió vender todas sus joyas. El viejo prestamista se fijó en la cadena y la medallita con la Virgen, pero Marcela se negó en rotundo a empeñar o vender el único recuerdo que tenía de su hogar.
Pasaron unos años y se la reconocía como una gran cantante de ópera. Su interpretación de la “Aída” de Verdi fue un gran éxito en su estreno, y los periódicos se la disputaban para hacerle una entrevista.
La periodista del “Bon giorno” le hizo un bello reportaje. Una de sus preguntas fue que explicara a su público el secreto de su bella voz. Marcela no respondió al momento. Levantó su mano hasta su cadena, rozó suavemente con los dedos la medalla y esbozando una sonrisa irónica, respondió: “La Virgen me guía”.