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divendres, 28 de març del 2014

Jaime Bayly - Los amigos que perdí - fragment


"Traté de hablarle a tu contestador con una voz cálida: Hola, Melanie. Soy Manuel. Es domingo, son las cuatro de la tarde, te estoy llamando desde mi casa en Miami. Conseguí tu teléfono en información. Espero que no te moleste esta llamada. Te llamo porque voy a ir a Nueva York en dos semanas y me encantaría verte. Si te provoca que nos veamos, llámame a mi casa al 305 361 4020. Me encantaría saber de ti. Si no, te mando un abrazo, espero que estés muy bien, te recuerdo siempre con mucho cariño. Chau, chau. Me sentí bien de haberte llamado. No dudo que habrás notado mis nervios, mi inseguridad. Odiaría que hayas pensado: otra vez el pesado de Manuel entrometiéndose en mi vida, para luego escribir sobre mí. Te llamé simplemente porque te extraño. Y no me atrevo a decirte que nunca más escribiré sobre ti. Quizás siempre escriba un poquito de ti, sobre ti, pensando en ti. Es lo que estoy haciendo ahora. Es una manera de decirte que, aunque no me llames y no me hables más, siempre te voy a querer. Esta mañana me levanté a las diez –tú sabes que soy un dormilón y que adoro levantarme tarde y sin prisa-, bajé a la cocina y vi apenado que el teléfono no había grabado ningún mensaje. Todavía no me has llamado. Sé que no me llamarás. Por eso me he sentado a escribirte esta carta."

David Vann - Sukkwan Island fragment


Roy contaba trece años -era el verano después de séptimo- y había llegado desde casa de su madre, en Santa Rosa, California, donde había recibido clases de trombón, jugado al fútbol, ido al cine y estudiado en una escuela del centro. Su padre había ejercido de dentista en Fairbanks. Padre e hijo estaban a punto de instalarse en una pequeña y coqueta cabaña de madera de cedro, con el tejado levemente inclinado, escondida en el fondo de un fiordo, en el mar del sureste de Alaska, cerca del Tlevak Strait, justo al noroeste de la reserva de South Prince of Wales Wilderness y a unos ochenta kilómetros de distancia de la ciudad de Ketchikan. Sólo se podía acceder desde el agua, con hidroavión o en barco. No había vecinos. Tras ellos se alzaba una montaña de seiscientos metros de altitud que formaba una colina imponente, unida por pasos de montaña a otros que se divisaban en la desembocadura del brazo de mar y más allá. Detrás de la cabaña se extendían unos cuantos kilómetros de isla, Sukkwan Island, pero eran kilómetros de bosque espeso sin carretera ni camino de ningún tipo, un frondoso manto de helechos, tsugues, picea, cedro, hongos y flores silvestres, musgo y madera en descomposición, hogar de osos, alces, ciervos, muflones de Dall, cabras blancas e igluts.

Haikus


Volvió de la comedia
Pero aún no se ha quitado
Las ropas de fiesta.

Sobre las hojas verdes
Que cubren la montaña 
El sol pasea.



( http://www.juntadeandalucia.es/averroes/recursos_informaticos/andared01/poesia/activida/haikus.html)

Santiago Gamboa - "Los impostores" Fragment

"Me separé de mi segunda mujer, Corinne, treinta y seis años, francesa nacida en Lille, empleada de Seguros Mapfre, agencia Place de Clichy, después de un bochornoso episodio que no sé si me atreva a contar. En fin, haré un esfuerzo. Un día regresé a la casa antes de la hora habitual, pues por una extraña huelga del sindicato de limpiadores, el club de ajedrez del barrio XIV, en el que juego dos tardes por semana, estaba cerrado. 

 

Así que llegué, dejé los zapatos en la entrada para no rayar el parquet (exigencia de Corinne) y me serví un vaso de leche descremada para acompañarla con galletas dulces de bajo contenido calórico.

Con el vaso en la mano caminé hacia el estudio, atraído por la música, esperando ver qué hacía Corinne, queriendo sorprenderla o las dos cosas, y al mirar por la puerta entreabierta la vi de espaldas. Pero no me atreví a saludarla, pues noté que estaba en una posición extraña. Curioso. Entonces empujé un poco la puerta y vi el computador encendido. ¿Qué hacía? Se había bajado los pantalones hasta las rodillas y tenía el calzón a la mitad del muslo, con los audífonos puestos. Me acerqué por detrás, dispuesto a darle un golpecito pícaro en el hombro y decirle: "Aquí me tienes, cariño, ¡estoy listo!", cuando vi entre sus piernas una de esas cámaras que se conectan a los computadores. En un acto reflejo levanté la vista y observé la pantalla, cosa que hasta ahora no había hecho, y por poco pego un grito, pues en el cuadrado central había una horrible verga negra de venas hinchadas, y por supuesto una mano que la acariciaba. Una mano, por cierto, con los dedos cubiertos de anillos. Al lado estaban las últimas frases que intercambiaron por escrito antes de bajarse los pantalones y pasar a los micrófonos, y allí, para mi vergüenza, leí de reojo lo siguiente: "Quiero esa verga caliente en mi boca, pisotéame, sodomízame." Sentí una oleada de rabia, pero en ese instante la escuché suspirar, a pesar de los auriculares, era increíble que no notara mi presencia. Se estaba empezando a venir, así que retrocedí. Luego gritó algo que no alcancé a escuchar y, en ese preciso instante, terminó el disco, que para el detalle era El sombrero de tres picos, de Manuel de Falla.
Desconcertado salí de la casa, volví a entrar como si nada y caminé silbando por el corredor. «Corinne, chérie, ¿estás en la casa?» Ella saludó desde el estudio, "¡Aquí estoy, amor! En un momento vengo a saludarte." Yo grité desde la cocina que no había podido jugar al ajedrez porque había huelga de limpiadores, y ella, desde adentro, respondió que lástima, pero que mejor así, pues eso nos permitiría cenar más temprano y ver algunas de las películas de video que habíamos alquilado en Blockbuster. Luego agregó: "Espera salgo de Internet, estoy loca con la investigación ésta sobre las legislaciones de pólizas en Europa." Corinne, ya lo dije, era agente de seguros.
Al verla acercarse me derrumbé; por ello debí hacer un esfuerzo sobrehumano que, dicho sea de paso, hizo arder mi úlcera para mostrarme civilizado, cauto, parisino."

Unai Elorriaga - Un tranvía en SP fragment












"Ahora por lo menos tengo esa opción: pasar todo el día en casa sin sacar la guitarra de la funda. Leer, comer, leer, mirar por la ventana, leer. Hasta la noche. Pero esa especie de vacación tiene un inconveniente; inmenso, no obstante: se me enfrían los pies. Y parece un problema insulso a primera vista, pero puede llegar a ser un enfriamiento de hasta diez horas. Y puedo estar leyendo la mejor literatura que se haya hecho nunca y no disfrutar, porque tengo los pies fríos.
Entonces no me queda otro remedio que tomar sopa. Pero hay veces que falla, que no llega hasta los pies, y me acobardo. Hay, sin embargo, otra forma de calentar los pies: leer la Biblia. Es la mejor forma, además, aunque haya una tercera posibilidad: el desenfreno. El desenfreno conmigo mismo o el desenfreno con Roma. Esta tercera forma es, con todo, la más imperfecta de todas, porque, además de los pies, también calienta la cara y el pecho, y no deja casi tiempo para leer literatura ni nada que tenga más de tres palabras seguidas"

Donna Tartt - "El jilguero" fragment

"«Los muertos se nos aparecen en sueños —dijo Julian—, porque ésa es la única manera de que nosotros los veamos; lo que vemos sólo es una proyección lanzada desde la distancia, luz procedente de una estrella muerta.»
Y eso me recuerda un sueño que tuve hace un par de semanas. Estaba en una ciudad desierta y extraña —una ciudad antigua, como Londres—, diezmada por la guerra o por una epidemia. Era de noche; las calles estaban a oscuras, abandonadas, maltrechas. Andaba sin rumbo fijo y pasaba por parques destrozados, estatuas en ruinas, jardines cubiertos de malas hierbas y edificios de apartamentos derruidos con vigas oxidadas sobresaliendo de las fachadas, como huesos. Pero aquí y allá, esparcidos entre los desolados armazones de los edificios antiguos, empecé a ver también edificios nuevos, conectados por puentes futuristas iluminados desde abajo.
Fríos y alargados elementos de arquitectura moderna que surgían, fosforescentes y fantasmales, de los escombros.
Entraba en uno de esos edificios modernos. Parecía un laboratorio, o quizás un museo. Oía el eco de mis pasos sobre el suelo de baldosas. Había unos cuantos hombres, todos ellos fumando en pipa y reunidos alrededor de un objeto expuesto en una caja de cristal que relucía en la penumbra e iluminaba las caras de forma macabra, desde abajo.
Me acerqué un poco. Dentro de la caja había una máquina que daba vueltas lentamente sobre un plato giratorio, una máquina con partes de metal que se doblaban hacia dentro y hacia fuera y que se transformaba para dar lugar a nuevas imágenes. Un templo inca... las pirámides... el partenón. La Historia ante mis ojos, cambiando sin pausa. "

dimecres, 19 de març del 2014

Res ha canviat - Eva Jané

La dona està nerviosa. Prop de la melsa nota un pessigolleig suau que s’estén fins la boca de l'estomac, els tremolors són quasi espasmes. S'afanya a sortir de casa. Al carrer hi ha una nena que patina. És la neta d'una senyora que viu també al carrer. La nena fa un saltiró i cau de cul a terra. L'ha vist créixer des de la distancia. Al carrer hi ha un parell de bancs i uns arbres, dels quals no sap el nom, molt alts i prims, frondosos. A la primavera fan flors i els ocells s'hi posen i piulen. L'avia s'hi ha passat hores al banc, bellugant el cotxet amb cura endavant i endarrere. Asseguda a un banc o altre segons si cercava sol o l'ombra. La dona l'havia observat molt dies de del balcó. La dona nerviosa s'afanya i tira carrer avall i deixa enrere l'avia i la nena. Repassa mentalment si ho porta tot. La camisa de dormir de batista, per que no li faci ferides. És una roba molt fina, com la dels nadons. I molt cara, però haurà valgut la pena, segur. No sap si haurà d’estar gaire estona ajaguda. Aquell infermer no li va explicar bé. Era pel roig. Els pel rojos no li cauen bé. Ara que ha recordat que era pel roig, s’ho explica tot. Aquella pressa per donar-li els volants, els papers i fer-la fora d’aquella manera poc galant. Ni un gest d’aixecar-se per acompanyar-la a la porta. Ni un somriure d’ànims. Res. No els explicarà res personal a no sé que ho trobi estrictament necessari. No tothom ho pot entendre. Ella vol deixat el seu secret a resguard. Ben mirat, ningú n'havia de fer res. Quan ho va decidir era un dia clar. Semblava que ja estava a punt d'arribar l'estiu i en canvi ella va sentir fred. Una gelor que li va quedar atrapada al moll de l’os des d’aleshores. Una angoixa arrapada a la boca de l’estomac. Era un dia blau, esquitxat per algun núvol juganer i subratllat per dos estels d’avió. Sempre que els veia somiava en viatges sense bitllet de tornada i somreia quan imaginava gent asseguda en butaques dins d’aquell artefacte. Caminava de pressa Rambles avall i quan menys s’ho esperava el va veure. En Grau. Estava convençuda que ho era. Quasi no tenia ni un pel al cap i s’havia deixat una mena de barbeta estrafolària vermellosa, com si fos un avantpassat de van Gogh. Badava davant del quiosc fins que finalment va arreplegar un parell de diaris i una revista i li va donar els diners a l’home. O deixava bona propina o sabia molt bé quant costava perquè al deixar anar les monedes va girar cua i es submergí a els Rambles. Ella entre que va reaccionar i va donar crèdit a que l’havia vist va perdre uns segons meravellosos. Quan va reaccionar, va córrer Rambla avall decidia a trobar en Grau. Quan ja ho anava a deixar per perdut, i pensava que l’endemà faria guàrdia al quiosc fins que tornés, el va veure girar per Ferran. Hi havia molts turistes badant però de lluny el va conèixer. Era el seu caminar. En altres circumstàncies en Grau hagués estat l’esgarrat. De ben petit les seves cames semblaven dos parèntesi. Els metges van fer horrors amb ell. El van castigar a estar mesos estirat a un llit amb les cames lligades a ferros, quatre operacions per posar ferros, altres tantes per ajustar algun aparell ortopèdic i altres andròmines. Però en Grau quan va estar tip, va decidir que volia córrer. Primer corria del barri, sempre de nit per que no el veiessin plorar. Després per Collserola; la carretera de les aigües es va tornar el seu refugi. Després van ser les curses: la pujada a Montserrat i la mitja marató. Tot i que mai en va guanyar cap per allà on anava causava admiració i feia seguidors i fins i tot amics. Admiraven el seu esforç i la seva lluita. Així, la dona nerviosa el va localitzar al carrer Ferran de ben lluny. Va tombar pel carrer Ciutat i ella sense quasi alè el va seguir fins la terrassa d’una cafeteria en una petita plaça, on estava assegut. Ell fullejava un diari i ella caminava amunt i avall mentre dubtava què fer. Semblava un animal en captiveri, fins que es va decidir. Ja havia perdut prou temps i es va plantar davant d’en Grau. 

- Hola 

Va dir amb un somriure nerviós. Ell no va dir res, la va mirar i parpellejar quatre cops. La dona va esperar fins sentir dolor i després el buit. Es va girar i marxar tan de pressa com va poder. No l’havia reconegut! Tant mal li havia fet el temps? Ja no quedava res d’ella? Ni una pista, ni cap rastre que la delatés. Ja no havia la mateixa llum als seus ulls? A l’arribar a la clínica l’ infermer pel roig teclejava a la recepció. Fins que no va acabar d’escriure no va aixecar el cap. 

- És un ingrés? 

Ella va lliurar el xec per la intervenció. No volia només una bona intervenció. Volia tot el que els seus estalvis li permetessin aconseguir. Volia tornar a ser ella. La que en Grau va conèixer quan ella l’estimava. La intervenció era complexa i pràcticament pionera al país. Es tractava de reconstruir alguns ossos i canviar d’altres per uns construïts amb una aleació molt lleugera de titani. Una vegada superat el post operatori de la intervenció, aproximadament un mes i mig després, començarien amb les intervencions més clarament d’estètica. Li canviarien el naixement del cabell a noranta-dos mil.límetres més a baix amb una repoblació de fol·licles pilosos. Reconstruirien les orelles, especialment l’esquerra. Ella sempre creia que si Grau li xiuxiuejava ho faria a l’orella esquerra. El nas més petit, pujar els pòmuls, treure pell de les parpelles, treure bosses sota ulls, estira la pell de la cara i el sota barba i arrodonir la forma dels ulls. Els diners, l’esforç, el dolor, la reclusió a la cínica d’abril a octubre, res l’havia aturat. Volia ser la que era quan ella estimava a Grau. Res era problema per ella, si Grau quan la tornés a veure la reconegués i veiés en ella aquella joveneta enamorada. En Grau seu a la terrassa d’un bar llegint un diari. Li costa concentrar-se. Comença a fer fresca i voleien les primeres fulles. Li agrada la tardor, el seus colors. Plega el diari amb parsimònia i s’estira algun pèl de la barbeta. Entre els vermells despunta algun pel blanc. Ha passat temps i no pot deixar de pensar en aquella dona dreta. Ella tremolava encara que era un dia càlid de primavera. En Grau no va poder badar boca. Aquella mirada tendra i transparent que l’havia captivat. Les mans suaus, de porcellana i els dits fins i ben tornejats que tant havia desitjat que l’acaronessin. Aquelles arrugues eren noves; record de tots els seus somriures. Res havia canviat en ella.