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dimarts, 9 de gener del 2007

“Y la pared pintada de cal que se desconcha.”


El tiempo había pasado y se apilaban cientos de recuerdos en la casa. El dibujo de tiza seguía en el suelo. Examinó la pared del salón y vio como el yeso se había cuarteado. El polvo cubría casi todos los rincones de la estancia. Los muebles seguían tapados con sábanas. Allí fue donde bailaron por primera vez. Unas velas, sus ojos y la promesa de que sería para siempre. Aquella noche le dijo que sería suya o de nadie. No recordaba cuándo empezó todo. Cuándo fue que sus vidas, empezaron a descascarillarse. Fueron las miradas a otros hombres. Las tardanzas. Todas sus mentiras. Debía escarmentarla. Ella no aprendía y entre ellos se construyó un muro de cal y cemento. Por las noches, tendidos en la cama, le acariciaba el pelo y se pegaba a su cuerpo para sentirla más cerca. Pero ella permanecía inmóvil y en silencio. Ya no le devolvía los besos. La mirada que le enamoró fue volviéndose turbia y esos ojos parecían tenerle miedo. La abrazaba y ella tiritaba como un pajarito hasta que se apartaba. No podía confiar de nuevo en ella. Durante mucho tiempo tuvo que seguirla. Ella andaba cojeando horas y horas sin dirección, sin hablar con nadie. Así, día tras día. Vigilándola. Hasta que perdió el trabajo. Por su culpa. Algunos días ella se escabullía entre la gente y la perdía. Era muy astuta. Volvía a casa a esperarla y se sentaba a oscuras en el salón. Abría cualquier botella y bebía. Mientras caían sus lágrimas se preguntaba por qué ella ya no lo quería. Por qué no había cumplido su promesa. Tuvo que castigarla. Para que ella estuviera con él. Para siempre. Observó el salón antes de irse. Por la ventana rota entraba aire frío y levantó las solapas de su abrigo. Miró a sus pies, por última vez. Todavía se adivinaba la silueta dibujada con tiza.