El nombre de su hermano tenía cuatro sílabas. Como Sa-ra-je-vo.
Le gustaba sentarse en el columpio del parque. Aunque oxidado, todavía mantenía el azul azafata. Al lado el tobogán, con sus peldaños de colores. En verano se deslizaban rápido, para no quemarse. La chapa bajo el sol era brillante. Como un cuchillo afilado. Junto al columpio y el tobogán, bancos desconchados de madera amarilla. Su hermano había grabado el nombre. Lo hizo con una pequeña navaja el día en que ella cumplió seis años.
Alrededor y pese a la polución, sobrevivían los árboles. No habían crecido demasiado. El verde frondoso de los cientos de diminutas hojas, daba un respiro los días que sofocaba el calor y el parque parecía un pequeño oasis. También ofrecían sombras los edificios circundantes. De protección oficial, grises, desgarbados y como cajas de zapatos apiladas. Por las noches, las esbeltas farolas dibujaban pequeños círculos amarillentos en el suelo, mientras una nube de insectos revoloteaba alrededor sin temor a electrocutarse. Ella no conocía nada más allá del parque y tampoco le importaba. Todo su mundo estaba allí, en cuatro kilómetros a la redonda.
Por las tardes en el parque, lo difícil era no chocar con nadie. Los mayores jugaban a pelota. Como su hermano, que se calzaba las zapatillas negras e la suerte. Decía que le daban las para regatear. Otros, hacían piruetas con los skates. Los más pequeños en el arenal, jugaban a hacer castillos. La tierra gris y sucia.
Esa tarde ella no quería ir al parque tan pronto. El abuelo le había traído nuevos recortables de muñecas. Con las tijeras de punta redonda seguía con cuidado los trazos, mientras su pequeña lengua rosada acompañaba todos sus gestos.
Su hermano había bajado al parque con la pelota y calzando sus zapatillas preferidas. Ella lo hizo cuando terminó de recortar la última muñeca y vio la cara de orgullo de su abuelo. Bajó las escaleras hasta el vestíbulo y cruzó, mirando a ambos lados de la calle.
No hizo más que llegar, cuando el murmullo de las voces infantiles se rompió con un estruendo ensordecedor. La explosión la envolvió en su onda y la desplazó violentamente unos metros.
Cuando reaccionó en medio del humo, cojeó hacia el parque en busca de su hermano. Le dolía la cabeza y sintió la sangre viscosa correr por su rostro. Olía a pólvora, a quemado. Mientras gritaba su nombre, vio algo que la hizo detener. Sus ojos estaban enrojecidos por el humo y el llanto. Dobló sus delgadas piernas, para caer de rodillas al suelo y sujetó con todas sus fuerzas la zapatilla medio quemada.
Han pasado dos meses y después de visitar a su abuelo como cada semana, se acerca al parque. En el centro, un amasijo de hierros retorcidos como ramas implorantes. Casi todos los árboles han desaparecido. La tierra ceniza y roja. Con la mirada perdida piensa:
Sa-ra-je-vo tiene cuatro sílabas. Como tenía su nombre.”
Eva
Novembre de 2005
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