Roy contaba trece años -era el verano después de séptimo- y había
llegado desde casa de su madre, en Santa Rosa, California, donde había
recibido clases de trombón, jugado al fútbol, ido al cine y estudiado en
una escuela del centro. Su padre había ejercido de dentista en
Fairbanks. Padre e hijo estaban a punto de instalarse en una pequeña y
coqueta cabaña de madera de cedro, con el tejado levemente inclinado,
escondida en el fondo de un fiordo, en el mar del sureste de Alaska,
cerca del Tlevak Strait, justo al noroeste de la reserva de South Prince
of Wales Wilderness y a unos ochenta kilómetros de distancia de la
ciudad de Ketchikan. Sólo se podía acceder desde el agua, con hidroavión
o en barco. No había vecinos. Tras ellos se alzaba una montaña de
seiscientos metros de altitud que formaba una colina imponente, unida
por pasos de montaña a otros que se divisaban en la desembocadura del
brazo de mar y más allá. Detrás de la cabaña se extendían unos cuantos
kilómetros de isla, Sukkwan Island, pero eran kilómetros de bosque
espeso sin carretera ni camino de ningún tipo, un frondoso manto de
helechos, tsugues, picea, cedro, hongos y flores silvestres, musgo y
madera en descomposición, hogar de osos, alces, ciervos, muflones de
Dall, cabras blancas e igluts.
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