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dimecres, 15 de febrer del 2017

Alféizar- Louisiana




Alféizar - Louisiana 

Dicen que se sentaba en el alféizar a esperar. Frente al patio de la casa, la pequeña estación de tren.  Había quedado obsoleta y apenas paraban trenes.  Gusanos de hierro que reptaban despacio, cansados. A las cinco menos cinco de la tarde, la nube de vapor se acercaba desde el este. Desde allí se veía la iglesia española y el valle, un paisaje naïf de tonalidades verdes y amarillas. Y el río, majestuoso, parecía una culebra plateada.  De la chimenea de la máquina, se escapaba una nube blanca que se difuminaba en el cielo. El tren iba tan despacio que parecía no tener ganas de llegar a la estación.  A las cinco, el tren llegaba y los viajeros descendían y esperaban en el andén hasta que el tren seguía hacia el oeste. Cruzar a vía era muy peligroso. Lo sabía bien Corinne que perdió a su pequeño Billy Ray. Tuvieron que despegar su camisa roja de los raíles. Esa era otra historia. Mientras esperaba a que el tren partiera y pudiera ver a los viajeros, dicen que observaba el patio. La casa era pequeña, rodeada de una valla de hierro fundido. En la parte posterior todavía quedaba parte de la plantación y a lo lejos, como un punto, la casa criolla de los antiguos amos. Cuántos paseos bajo la sombra de los majestuosos robles cubiertos de heno. La habitación del alféizar en lo más alto de la casa, era la única que no tenía balcón. Siempre permanecía una luz encendida, como un faro para mostrar el camino de regreso si alguien se perdiera. El patio era el motor de la casa. Allí los niños jugueteaban con el agua. Chillaban y reían. Y a veces lloraban por sus tontas peleas.  Se salpicaban entre risas, hasta quedar completamente mojados y luego se tendían en la hierba y el sol secaba en un momento la poca ropa que usaban. En el patio se descascarillaba el arroz, el trigo.    En otras ocasiones, se hacía lumbre para poner a cocer un caldero y hervir judías. Toda sabía muy rico, a especias y colores.  Y la casa se teñía del olor de sus ingredientes. Olía a mar, al Mississippi y a tierra. 
Dicen que esperaba en el alféizar, y nadie sabía qué esperaba.
El tren arrancaba sin demasiadas estridencias, como si una vieja tosiera, y las pequeñas nubecitas blancas salpicaban el cielo de la tarde. Los hijos de John y Ruth volvían de New  Orleans cargados con sacos y cajas. La vieja Susie que volvía de su visita semanal al doctor, ataviada con su sombrero de paja que siempre adornaba con cintas de colores.  El reverendo François con el pañuelo en mano ya que nunca se acostumbraría a el calor. Flora y Simone con su hermanita en brazos, huérfanas de padre y madre que servían en una casa de la ciudad. Al final del día, todos volvían a casa. Seguían el camino, como ratones siguiendo a un flautista, embrujados por cantos de sirena que venían de la ventana del alféizar, de la casa.
Les esperaba en el alféizar, acolchado de cojines de colores, hasta que todos regresaban un día más.  
Dicen que les esperó cada día, a las cinco en punto.