Vespreja i els núvols s’esfilagarsen. La tarda cau, com si s’hagués trencat les ales. Les ombres es van cruspint els fils daurats. Al dia li cau la pell, com un camaleó.
Només quedarà l’esquelet.
Maig 2008
Mi padre enfermo de sueños
... Cuando la tía Carmen se enteró de que su marido había caído preso de otros perfumes y otro abrazo, sin más ni más lo dio por muerto. Porque no en balde había vivido con él quince años, se lo sabía al derecho y al revés, y en la larga y ociosa lista de sus cualidades y defectos nunca había salido a relucir su vocación de mujeriego. La tía estuvo siempre segura de que antes de tomarse la molestia de serlo, su marido tendría que morirse. Que volviera a medio aprender las manías, los cumpleaños, las precisas aversiones e ineludibles adicciones de otra mujer, parecía más que imposible. Su marido podía perder el tiempo y desvelarse fuera de la casa jugando cartas y recomponiendo las condiciones políticas de la política misma, pero gastarlo en entenderse con otra señora, en complacerla, en oírla, eso era tan increíble como insoportable. De todos modos, el chisme es el chisme y a ella le dolió como una maldición aquella verdad incierta. Así que tras ponerse de luto y actuar frente a él como si no lo viera, empezó a no pensar más en sus camisas, sus trajes, el brillo de sus zapatos, sus pijamas, su desayuno, y poco a poco hasta sus hijos. Lo borró del mundo con tanta precisión, que no sólo su suegra y su cuñada, sino hasta su misma madre estuvieron de acuerdo en que debían llevarla a un manicomio. 
Un individuo camina con prisa por el pasillo de un aeropuerto. Mientras avanza, una cámara sigue sus pasos y envía las imágenes a un ordenador que determina un patrón de movimiento de sus piernas para compararlo con los registrados en una base de datos. Antes de llegar al final del pasillo, el individuo es identificado y las puertas de acceso se abren, sin necesidad de mostrar documentación
alguna: Su credencial es su propio cuerpo. El análisis del modo de caminar constituye uno de los últimos sistemas biométricos para el reconocimiento electrónico de las personas, unas tecnologías que no sólo se espera que sean aplicadas en breve en las fronteras europeas, sino que pueden irrumpir pronto en muchos ámbitos de la vida cotidiana. 

Somos náufragos en construcción. Esperamos en la costa la marea que nos llevará a nuevas islas. Tomamos impulso para dar el gran salto. Alrededor, todo está quieto y nosotros nos movemos. Nos deslizamos por una interminable pendiente. Paseamos de puntillas por la línea de un horizonte cada vez más cercano, más verde. Somos náufragos y huimos de un destino cierto. Desplegamos alas de seda y dejamos que la brisa nos eleve cada día un poco más. Vigilantes de agujeros de tiempo perdido. Náufragos convencidos de que en la próxima isla, la soledad no sabrá a nada y las sonrisas tendrán eco.
"El primer aviso fue un ruido, de mañana bien temprano, cuando él se inclinaba para escupir agua y pasta de dientes en el lavabo. Pensó que fuese el chorro de agua del grifo y no prestó mucha atención: siempre olvidaba puertas, ventanas y grifos abiertos por las casas y baños por donde andaba. Entonces cerró el grifo para oír, como todos los días, el silencio medio azulado de las mañanas, con los periquitos cantando en el balcón y los rumores diluidos de los automóviles, pocos todavía. Pero el ruidito continuaba. Fuente chorreando: agua clara de cántaros, ánforas, grutas —y a él le pareció bonito y se acordó (sólo un poco, porque no había tiempo) remotos paseos, infancias, encantos y enamoradas. Cuando se agachó para amarrar el cordón del zapato percibió que el ruidito venía del suelo y, más atentamente agachado, exactamente de dentro del propio pie izquierdo. Volvió a no prestar mucha atención; encontró hasta bonito poder sacudir de vez en cuando el pie para oír el ruidito trayendo mares, memorias. Cuando amarró el cordón del zapato del pie derecho, volvió a oír el mismo ruidito y sonrió para las obturaciones reflejadas en el espejo: dos pies, dos fuentes, dos alegrías. Al abotonar el pantalón, sintió el ombligo saltar exactamente como una concha empujada por una ola más fuerte y, luego, el mismo ruidito, ahora más nítido, más alto. Se sentó en el excusado y encendió un cigarrillo, pensando en la feijoada del día anterior. Antes de dar la primera tragada, pasó la mano por el cuello, previniendo la áspera barba por hacer, y la nuez dio un salto, ombligo, concha, como si tragase aire seco, y no tragó nada, apenas esperaba, el cigarrillo parado en el aire. Se irguió para mirar la propia cara en el espejo, los pantalones caídos sobre los zapatos desamarrados, y abrió la boca liberando una especie de eructo. Fue entonces que el agua comenzó a chorrear boca afuera. Primero en gotas, después en flujos más fuertes, olas, mareas, hasta que un casi maremoto lo arrastró afuera del baño. Espantado, intentó aferrarse al pasamanos de la escalera, llegó a extender los dedos, pero no había dedos, sólo agua derramándose escalones abajo, atravesando el corredor, el despacho, la pequeña sala de helechos desmayados. Antes de llegar al zaguán él todavía pensó que sería bueno, ahora, no ser más riachuelo, ni fuente, ni lago, sino río harto, caminando en dirección a la calle, tal vez al mar. Pero cuando las olas más fuertes reventaron la puerta de entrada para inundar el jardín, él se contrajo, se relajó y cesó, entero y vacío. No pasaba de una gota en la inmensa masa de agua que bajaba de las otras casas inundando las calles. "
Las ocho personas permanecían sentadas frente a la mesa ovalada. La mesa, metálica y de cristal opaco, era la típica mesa de diseño que la mayoría de señoras de la limpieza no pueden soportar ya que no hay manera de mantenerla limpia. Armando era una de esas ocho personas y parecía absorto en el tema de la reunión. Las otras siete estaban al borde de un colapso nervioso mientras se preguntaban cuándo iba a dejar de repiquetear con la pluma. El hombre de más edad, recitaba cifras y más cifras con cantinela y sin nada de entusiasmo. Armando las contaba. Una de las mujeres, una ejecutiva que venía de la sede de Hong Kong, resoplaba disimuladamente mientras notaba que una gota de sudor bajaba entre sus pequeños pechos. Armando la miraba con asco. El hombre fornido sentado frente a ella, mordisqueaba nervioso el bolígrafo de plata mientras imaginaba cómo sería tener en encuentro furtivo con la mujer oriental. El de la cara enjuta lanzaba fugaces miradas a Armando y a su pluma, pero a él no le importaba. La secretaría que no era rubia, observaba sus uñas pintadas de rojo “extremo” y parecía no darse cuenta de las miradas de insinuación del hombre con la cara grabada por la viruela. La mujer del moño, pensaba en cuánto tiempo hacia que no tenía amante. El despacho era rectangular y muy espacioso. Uno de los lados daba a una inmensa cristalera por donde se divisaba una vista fantástica del barrio de negocios de la ciudad. Por otro de los lados, por una majestuosa puerta de madera maciza, se accedía a la sala. En la pared de enfrente había un par de puertas con los aseos, uno para hombre y otro para mujeres. Pero la mejor de las paredes era la opuesta a la calle. Allí permanecían colgadas verdaderas obras de arte, sueños de coleccionistas, joyas de la pintura. En definitiva, una fortuna en papel enmarcado. Armando parecía tener la mirada perdida en una de motivos marinos. El hombre fornido pensó que nunca se había fijado en cómo el artista jugaba con las sombras. La mujer del moño parecía sorprendida al no haberse dado cuenta en cómo en el paisaje, la tonalidad azul del mar era casi pareja a la de los ojos marrones de Armando. El hombre de más edad recitaba las cifras despacio mientras intentaba recordar de qué playa se trataba al ver la fecha: 1970.