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dijous, 16 d’agost del 2018

Recuerdo de mi hermano



Guido apareció en mi vida en uno de los peores momentos de mi existencia. Mi padre después de mucho tiempo enfermo y una larga lucha, había fallecido. Entre sus deseos, uno a destacar: que sus cenizas fueran esparcidas en Playa Linda. Nunca le pregunté por qué. Hacia allí volé, hablándole a la urna e interrogando a unas oscuras nubes  de tormenta. Nunca tendría que preocuparme por el dinero pero me preguntaba desconsolada con quién gastaría su fortuna. Del avión, la temperatura ideal y el lujo del business, a la avioneta destartalada, hasta llegar a la isla. Ni un ápice de vértigo, sólo azul por todas partes y sol. En la carta que me dejó escrita me daba claras instrucciones y debía hospedarme en el Loro cantarín. Al aterrizar tomé un taxi que parecía a punto de desmontarse. Miré por la venta y me inundó una gran sensación de deja vu. Las calles, el mercado al aire libre, el olor a sal, la casa blanca con contraventanas azules, los parterres con flores que llegaban casi al mar y el porche. Y él. Estaba sentado en los peldaños, con una libreta en el regazo y escribía. Al escuchar ruido se levantó de un salto. -¿Emma? Y bajó rápidamente hasta mí. “Lo siento, los siento muchísimo” dijo. –Soy Guido. - Le miré; nos miramos. Me sonrió y sentí que estaba en casa. Me ayudó a instalarme en una habitación que daba a la playa y con la excusa de deshacer el equipaje le pedí que me dejara sola. Me quedé inmóvil, ahí, en medio de la habitación.  No podía quitarme de la cabeza esas manos que ya había visto antes. Esas manos fuertes, agarrando las maletas, corriendo las cortinas. Lo imaginé  de niño mientras nadaba; saltaba las olas y reía. Le imaginé cuando jugaba descalzo a la pelota en la arena con un grupo muy ruidoso de niños en bañador. Lo imaginé  ya de adolescente de camino hacia la escuela de secundaria, mientras comía una papaya. Imaginé que el jugo se le escurría por las manos y le manchaba la camiseta. Le vi escribiendo largas cartas en el porche. Y vi cómo se soplaba el flequillo una y otra vez de esa forma tan graciosa. Estuve largo rato en el balcón de mi habitación mirando el mar, recordándole. Mi amigo invisible, mi hermano imaginario. Pensé entonces en el propósito de mi viaje y en mi padre. Él me había enviado allí. Me decía “a veces pasan cosas extraordinarias, cosas increíbles. No te asustes. Disfruta de esos momentos”. Me cambié de ropa y me puse cómoda: un pantalón corto y la camiseta que me regaló papá y bajé al porche. Me senté a su lado. Él me miró y se rio “-Veo que no has conseguido limpiar la mancha de papaya”. Ese fue uno de esos momentos increíbles casi mágicos que contaba mi padre. Acepté la limonada que me ofrecía y miramos el mar en silencio un largo rato. Me fijé en nuestros pies desnudos y en la mancha con forma de luna creciente que compartíamos.